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Llegar es muy distinto a pensar en la llegada. Incluso es muy distinto al ir llegando.
Llegar es como hacer otro camino.
Estar frente a la meta, habiendo llegado allí, es muy distinto al acercarse.
Dejando la calle San Pedro, me meto en el laberinto de piedra que es el Casco Histórico de Santiago de Compostela, todo rojizo, todo labrado, todo pulido.
Me guío por las vieiras de bronce, circulares, estilizadas, que están engarzadas en el suelo de piedra. Me acerco a la Catedral desde su parte posterior. La vieira me lleva por un camino que da hacia un arco, que lleva a la Plaza del Obradoiro, frente a la Catedral. En ese arco, ese portal que se angosta, escucho el sonido de gaitas que tocan música gallega tradicional. Son dos muchachos que tocan bajo el arco, que entrega ecos de piedra, y las gaitas se hacen antiguas. Pienso que es como una broma del Camino ese recibimiento... Les doy unas monedas, y salgo lentamente del portal, y entro, emocionado, a la Plaza del Onradoiro.
Lo primero que veo es la explanada. No soy el único peregrino, y es fácil reconocernos. Llegamos con mochila, apoyados en el bastón, y hay algo en el rostro. Un peregrino reza ferviente. Otros bromean. Otros posan para sus fotos.
Yo, yo dejo caer mi mochila, me paro frente a la Catedral y la miro sin peso en los hombros.
Me siento en el suelo, y apoyo mi espalda en la mochila mientras me hecho hacia atrás.
La Catedral llena mis ojos.
No sólo es enorme (más alta que todas las otras construcciones que había visto en el camino), sino que también está llena, llena de detalles inimagibables, inabarcables.
Las gaitas suenan al fondo y el sol golpea de lado, con sus rayos de invierno, a la Catedral. El aire llena mi pecho profundamente, y los ojos se me ponen llorosos.
Pienso "¿Y vas a llorar? Si ni siquiera vas a misa, huevón"
¿Por qué emocionarme tanto, entonces?
Ni siquiera sé bien por qué inicié el Camino. Por porfía, por terquedad, por salir de mí, por la necesidad de moverme a algún lado, por llenar lo vacío... Hay mil motivos uno tras otro, y son todos y no es ninguno solo... Y ahí están, agolpados y esperando a hacerse concientes, o descansar para ir brotando lentamente en los sueños (hace años que no soñaba tanto, recordando los sueños al despertar, como lo he hecho en estos días)...
Pero llegar... haber llegado. Sólo el haber llegado, es como si el haber hecho todos esos días de camino, el peregrinar en sí, se volviera algo concreto, y bello, e inabarcable con las manos... Y algo tan, tan mío, y de nadie más.
...Cumplo los ritos.
Subo por la majestuosa escalera de la Fachada del Obradoiro, que lleva al pórtico. Ya dentro de la catedral observo la columna de marmol donde por milenos los miles de millones de peregrinos posaron su mano, dejando marcada la silueta como un molde... Hay una cerca que impide seguir el rito. Pero ver esa mano universal, solo verla, me emociona.
Entro a la nave de la Catedral. Es más angosta de lo que esperaba, pero no deja de ser enorme. Es sólo que es caminable.
Camino por toda la nave y los cruceros. Doy toda la vuelta detrás del altar. Veo la Puerta Santa que está sellada, ya que sólo se abre en Años Jacobeos... Observo una a una las capillas interiores, miro uno a uno a los santos y vírgenes. No sabía que en esta Iglesia había una imagen de la virgen negra de Montserrat. Es más grande de lo que esperaba, y su posición hierática es hipnótica.
Luego me dirijo al recorrido del Altar mayor, presidido por Santiago, y me preparo para mi encuentro con él.
Hay una pequeña fila, los peregrinos se reconocen porque cojean y andan con mochila. Yo también llevo mi mochila y mi bastón. En los laterales del altar hay una puerta angosta que da a una escala de piedra con los peldaños combados por los pasos marcados por siglos y siglos de visitas diarias de gente que sube para abrazar al Santo.
Se accede a un angosto espacio desde donde se ve parte de lo que Santiago mira fijamente: la nave mayor de la Catedral. En ese pequeño cubículo uno está al lado de la espalda enjoyada de Santiago. Es un poco mayor a un ser humano normal. Se ve cansado con tanta joya: rubíes y zafiros... No habría podido caminar así.
El Santo es la imagen de Santiago Peregrino que se talló en piedra en el siglo XI, y que fue pintada y enjoyada... Su mirada fija preside el altar, pero quienes subimos por la escalera y le vemos de espalda, tenemos otra impresión de él,
Pongo mi brazo derecho en su pecho, y lo estrecho hacia el mío. La piedra, extrañamente, no es fría. Abrazar al Santo deja esa extraña sensación de abrazarse a uno mismo, de que toda la fuerza entregada en el abrazo le es devuelta a uno, amorosamente. Esa sensación de encontrar cobijo en el propio corazón.
Luego el camino baja por otra escalera hundida, y llega hasta la cripta original donde está el arcón con los huesos de Santiago.
Veo el arcón de plata, sé que ahí están los huesos de un ser humano (Santiago,u otro, ya ni siquiera importa)... pero no me emociona tanto como la imagen de piedra.
Hay algo muy antiguo en abrazar una imagen de piedra.
Salgo de la Catedral sintiendo el peso de mis piernas.
Es verdad que lo importante es el Camino, y que no hay que tener apuro para llegar a la meta... Pero la meta transforma el recorrido hacia atrás, de un modo mágico. Es como cuando antes uno sacaba fotos con cámaras con negativos, y uno no sabía cómo iban a salir, y sólo al revelarlas se veían los resultados. Disfrutar el camino día a día, para que al llegar al final todo eso cobre sentido.
Es verdad que el final no es lo importante, pero es lo que mueve el viaje. Y por ello es también todo el viaje.
- comments
Pisca Diego! Entiendo tan bien lo que describes (claro que yo no caminé!) pero si estuve en Iglesias llenas de emociones que hicieron que yo también me emocionara (y tampoco voy a misa en Chile). Fui a misa a las 6 am en la iglesia del santo sepulcro, en Nazaret en la casa de Maria y estuve con mi patrono en Asisi y todas las veces me emocioné hasta las lagrimas. Algo tienen que nos tocan el alma. Un beso gigante. Cuidate esa pierna.