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La mejor manera de acabar con los fantasmas es encendiendo la luz. Bendita carta XIX del Tarot.
La lluvia que cayó ayer en Londres, suave y fría, ya no moja mi rostro ni encharca mis pasos. Hoy parto a Stonehenge, y el sol radiante calienta mi rostro.
Antes de El Sol, La Luna, con su luz engañosa y sus espectros... Despues de El Sol, el Juicio: salir de las profundidades del Averno y mirar el día nuevo. No es fácil, y es absolutamente doloroso, y el corazón se hincha y parece que fuera a reventar en el pecho de pura congoja... Pero finalmente queda ese hormigueo en los hombros que anuncia el alivio, que si no llega ahora, llegará. En algún momento llegará, porque el sol radiante templa el rostro.
Recuerdo el mito de Kénos... Al sentirse viejo y morir fue envuelto en su piel de guanaco y sepultado. Pero a los días se movió, y salió de su fosa, y sus compañeros lo lavaron, y le sacaron la piel podrida de su cuerpo, le rasparon el pellejo, y pienso en que debió haber sido doloroso, sacarse la piel vieja, ser despojado de todo ese sufrimiento... Y al final quedó Kenos, rejuvenecido, fuerte, listo para enfrentar la vida de nuevo. Así era inmortal, muriendo y renaciendo joven, limpiandose la pudredumbre.
Así es el paso de enfrentar estos fantasmas.
Ayer después del té, fui a la National Galery y me encontré con Van Gogh. El trigal y los cipreses me inundó y mis ojos se humedecieron frente a ese movimiento de colores oscuros y brillantes, de nubes y sol.
Y un cuadro pequeño, no mayor a una postal, de Peder Balke, en tinta negra y gris, "The Tempest"... Casi como si el pincel se hubiese caído en el papel, generando una ola oscura coronada de espuma blanca, el papel inmaculado. Una imagen pequeña, casi imperceptible... perfecta.
Esos cuadros me trajeron el alma al cuerpo... Y hoy, mientras voy en el tren hacia Salisbury, el sol templa mi rostro.
Llego a Salisbury, y recorro sus calles amplias. Entro a la catedral, alta, gigantesca, majestuosa. La aguja de su torre se proyecta hacia el sol, que en su caminar bajo de invierno le proyecta una sombra larga y fina, como un dibujo a lápiz.
Tomo el bus que lleva a Stonehenge... Son como 20 minutos desde Salisbury.
Cuando al fin tengo los bloques frente a mi, incluso desde la ventana del bus, parecen sacados de un cuento.
Me habian dicho que no se disfrutaba bien, que era muy pequeño, que no era para emocionarse.
Es posible que yo esté con el corazón más expuesto estos días, pero ver esas rocas frente a mi, me sobrecogió.
Stonehenge tiene esa fuerza que sólo dan los milenios de guardar secretos. No hay muchas cosas que tengan esa energía compacta, vibrante, turgente, como si de tanta fuerza hubiese optado por quedarse quieto, inmóvil, para no reventar.
Las rocas son enormes, pero más que eso, lo que me impactó es su forma tallada, rectangular, tan bien encajadas una con otra, y a la vez tan, tan salvajes, como si no se conformara con haber sido tallada y erguida en el suelo y quisiera volver a la roca madre, a la montaña. No hay nada pulido en ellas. Se notan los golpes de machetazos de piedra, las huellas del trabajo mano a mano, piedra a piedra... Y a la vez que es un trabajo bruto y duro, tiene esa majestuosidad sublime de la roca levantada, reunida en un conjunto compacto, enorme y que a la vez se cubre con la mirada.
Sus formas son planificadas, finamente, reflexivamente. Pero su factura es casi un azar. La irregularidad de sus paredes debidas a su talla a partir de golpes le entregan un salvajismo difícil de definir, pero que se percibe.
A veces me da la impresión de que se trata de una miniatura elaborada por gigantes... Y que nosotros vemos esas irregularidades porque somos minúsculos en este mundo. Y las rocas, tan compactas, tan contenidas sobre sí mismas guardan su propio mundo.
Recorro Stonehenge lentamente. Hay mucha mas gente tras mío y delante de mí. Pero el espacio es amplio, y los tiempos míos son lentos... Y disfruto cada vista, vada ángulo, cada piedra. Y la gente pasa a mi lado, y avanza, y yo voy quedando atras, mirando los anillos de piedra.
Hace un frío gélido que me impide sentarme y dibujar las piedras. La inmediatez de la foto a cambio de la imperfección del dibujo. Las piedras son grandes, pero se abarcan bien con la mirada. Al final son a escala humana dentro de su inmensidad.
El sol se ocultó sobre un manto gris de nubes que parecía un velo, y la posición rasante y baja del sol tiñó todo el cielo de un tono amarillo, rosado y gris. La piedra gris, y el manto verde de los lomajes hicieron el resto de la magia.
Y estas piedras han pervivido tantos, tantos siglos... Son contemporáneas a las pirámides de Egipto, pero su sentido es tan distinto, su mensaje es tan diferente. Estas no apuntan al cielo, sino que conforman un mundo interior, atraen hacia un centro, concentran su mirada hacia adentro...
Y como toda obra humana, es como un mapa del cuerpo.
Y es doloroso abrir el pecho, y recoger el corazón.
Y vuelvo a Londres a cerrar lo que se abrió, y se vuelve a repetir la reunión y la taza de té, como el anillo, que es infinito. Y las piedras de Stonehenge son un referente: "Clávate en la tierra, mantente de pié, no importa el peso que esté sobre tí, hazlo tuyo, vive con él y crece. Hazlo parte de tu misma estructura, y conforma un círculo mayor".
"Mira hacia adentro, y quédate con las piedras que estén en tu círculo. Las demás déjalas ir"
Y duele, pero las piedras son viejas, y sabias.
Vuelvo a Londres, cierro mi círculo de piedras, y encuentro que dentro hay mucho más que lo que esperaba encontrar.
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