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Es mi último día en Irlanda, y el viaje comienza temprano.
A las 6:50 ya estamos en la carretera. Medio dormido veo pasar autos y luces, hasta que a las 7:30 paramos en un lugar para tomar desayuno.
El objetivo: la Calzada del Gigante. También un capricho de hace casi quince años... Cuando como a los 20 vi una fotografía de ese lugar, que me pareció de fantasía... Saber que existía algo así, tenía que verlo.
Por desgracia es difícil llegar allí por cuenta propia, o al menos eso es lo que dicen todos. Debe ser porque queda en Irlanda del Norte, e la Irlanda del Norte y la del Sur como que no tienen cercanías. Al fin, sólo para sacarme el capricho, me metí en un tour, que me llevaría hacia allá. Dicen que no importan los medios, sino la meta.
El grupo es mixto. Un japonés, varios gringos, dos señoras venezolanas que viven hace rato en Europa, y yo.
Después del desayuno paramos llegando a la costa este de Irlanda... El suelo está completamente congelado y parece una pista de patinaje. Es extraño posarse en la tierra y que ella te rechace deslizándote, y tu no tienes ningún arma para anclarte en el suelo. Sólo resbalas y dependes del equilibrio precario... Es como flotar, con el riesgo de azotarse en el hielo.
Como siempre en los toures, los tiempos son controlados: 25 minutos para recorrer el lugar.
Acostumbrado a ritmos menos marcados (a mis ritmos) me adapto como puedo, y voy a la playita cercana, y recojo piedras: una de las actividades más relajantes del mundo. Hay unas negras, negras, ocurísimas. Otras blancas como papel. Hay otras traslúcidas... Hay piedras bellas. Lástima no poder llevar muchas por el peso.
De vuelta al bus, nos llevan a Carrick a Rede, un puente colgante que está a 100 ft (no sé cuántos metros son esos) del mar, colgando de un acantilado a otro. Hay unos islotes en el mar, de un color verde que brillan mágicos cuando el sol los golpea con su luz. El día está maravilloso. Nubes gruses en el fondo celeste brillante del cielo.
De pronto, una orda de japoneses entra en escena. Siempre con su manía de hacerlo todo en grupos masivos, en choclones gigantes. Son cerca de 8 buses grandes... Y fácil deben haber unos 400 japoneses.
No sólo andan en choclones, sino que quieren hacerlo todo rápido, o al menos, antes que uno (porque rápidos no son),
Mientras unos caminan hacia el puente, otros muchos vienen de vuelta. Son como medio robóticos. Todas las chicas posan de la misma manera, como de animé. Los hombres igual. Como que me asusta un poco ese maqueteo tan marcado. Es como si los hicieran en serie.
Llegando al puente, que es pequeñito, hay una cola como de unos 200 mts esperando para cruzar... Al mismo tiempo hay otra cola que está cruzando de vuelta, con unos 100 japoneses más. Como el puente es pequeño y frágil, hay que pasar de a uno. Cruza un japonés, en la mitad se detiene para su sesión de fotos, avanza. Sigue una japonesa; para por su foto, queda en el medio del puente, le da miedo, se devuelve, abraza a su amiga, las dos avanzan lento... Quedan como 80 más...
Veo ambas colas gigantes, y simplemente decido que no voy a gastar tiempo en hacer colas. Prefiero saltarme el puente, y caminar por los alrededores.
Al final nos demoramos 1 hora y media en salir de ese lugar (media hora mas de lo presupuestado) esperando a los que sí uisieron hacer la cola... Nuestro guía está impactado, nunca había visto tal cantidad de buses en el lugar... Ni tampoco tal cantidad de japoneses. De vuelta al bus, vamos hacia la Calzada del Gigante. Al fin.
La historia no me la sé muy bien, pero entre lo que escuché, y que no entiendo mucho, y lo que leí, que es pocazo, la cosa va mas o menos así.
Finn McCool era un gigante de Irlanda que se odiaba con Bennandoner, un gigante escocés que vivía en las costas que se ven justo al frente desde esa zona. Continuamente se lanzaban enormes piedras de una orilla a otra. Al fin quiso enfentarlo, y levantó un puente de piedras, una enorme calzada, con la que cruzó el mar. Pero al acercarse a Escocia vio que Bennandoner era mucho mayor a lo que él pensaba, y que la distancia entre las islas habían engañado a sus ojos. Pensando en que no sería capaz de vencerlo en una lucha, se devolvió a su hogar. Pero Bennandoner aprovechó la calzada, y decidió ir tras Finn.
La mujer de Finn urdió un plan, y vistió a Finn de bebé. Cuando llegó Bennandoner preguntando por Finn, la mujer dijo que su marido estaba tierra adentro, buscando leña, que si quería esperarlo, que pasara a la casa, pues ella estaba cuidando a su hijo.
Al ver Bennandoner el tamaño del niño pensó que su padre debía ser tres veces por lo menos ese tamaño, y pálido de miedo huyó a Escocia, pisando tan fuerte que hundió la calzada y la dejó como está hoy, para que nunca alguien atravesase caminando de Irlanda a Escocia. Así Bennadoner fue vencido.
Llegamos a la Calzada, y hay que bajar un buen trecho caminando. Yo mo pierdo tiempo, y voy directo... Dos horas me parecen nada para recorrer un lugar así.
Al fin lo veo, y quedo pasmado: son miles de millares de columnas de roca que se levantan en distintos tamaños y se hunden en el mar.
Las columnas se alzan en pentágonos, formando baldozas, escalones, postes, muros, sillas, senderos, piletas, posas, mesas... Hay unas cóncavas que concentran el agua en su interior... Hay otras convexas como enormes fragmentos de cáscaras posados sobre pilares. Se agrupan en montones como si fueran panales, se levantan y se hunden como las teclas de un bandoneón. Hay un sector maravilloso que asemeja una gran galería de pentágonos. Otro espacio, con menos desveles, parece la piel descamada de un lagarto enorme. Es todo tan geométrico... Pero posee esa irregularidad que lo hace real, completamente orgánico, como cuando uno sopla en un agua jabonosa con una bombilla y se forman mil burbujas acopladas una a otra, como si allí dentro hubiese algo vivo que proteger.
Muchas columnas no son de una sola pieza, sino que parecen estar conformadas por fragmentos, uno sobre otros, generando este espectacular conjunton de pilares... Hay otras completas, de una sola pieza, como enormes postes de basalto.
Es como ver los tubos de un gran órgano de una iglesia.
¿Cómo no imaginar que esto es la factura de un gigante?
Es tan regular, tan mecánicamente natural que engaña los sentidos. Y a la vez tiene esa irregularidad que lo vuelve hacia la naturaleza. Una cosa salvaje, indómita, indomada, que me vuelve a la cabeza esa idea de que lo divino de la naturaleza es potente y que hay cosas que están en este mundo, pero que en realidad están más allá... Como si con esto nos quisieran advertir que hay un mundo más grande que el nuestro...
Eso lo veo en las líneas minúsculas y mínimas de un pergamino de 1200 años... Se muestra en las rocas infinitas que enfrentan al mar hace millones de años... Todo es parte de lo mismo, y podemos unirlo cuando narramos las historias.
Si los mitos no sirven para unir lo que nuestro limitado tiempo lineal separa, es entonces que los mitos están muertos... Pero llegar allí, ver las columnas, subirme a ellas, ver el mar y Escocia a lo lejos, observar como los pentágonos de piedra se acoplan uno a otro, ordenadamente, como siguiendo un canon, un plan indescifrable, como si fueran las notas de un carrusel de una caja de música... Sentir eso, me hace saber que el mito no está muerto, porque estas rocas son el mito.
Es un orden que parece azaroso... Pero que encierra una melodía, como una letanía cantada siguiendo los altos y bajos de los pilares... Y el mar y el viento parecen cantarlos.
El bus nos lleva de vuelta a Dublin... Hago hora para ir al aeropuerto. En la madrugada parto hacia Madrid.
En un bar un señor canoso conversa conmigo... Finalmente me dice que lo mejor de Dublin está fuera de Dublin. La Irlanda verdadera está en el campo... Y así parece ser.
Acabo mi Guinnes... Y me despido de Irlanda... lugar de miniaturas y de gigantes.
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