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12 de Marzo, segundo día en Tokio. El plan comenzaba con una visita a la clínica de cuidados en donde Rumika, luego de la muerte de su papá, oficia como directora. Si bien esto merece una nota aparte, fue una invalorable experiencia poder ver de primera mano una institución que funciona dentro de lo que sería un sistema de cuidados en Japón. Justamente en estos momentos en donde políticas de cuidados son tan discutidas en nuestro país, siendo el sistema de cuidados incluso el proyecto político y social tal vez más importante de este nuevo gobierno, tener la posibilidad de conocer un modelo tan particular como este estuvo interesantísimo.
Luego de aprender un poco visitamos la casa de la familia de Rumika, una casa de estilo japones tradicional del período Edo, que es el período que se extiende entre 1603 y 1868 en Japón. Es el período anterior al comienzo del período imperial. Al parecer en esta casa vivió la abuela de Rumika y su familia la ha conservado como si fuera un museo! Conservan allí hasta el "obi" de su abuela, que es la faja con la que se sujeta el kimono. La casa tiene el piso recubierto con esa especie de alfombra de tipo paja bien prensada, y no contiene casi muebles más allá de alguna silla, algunas repisas, una mesa ratona y un biombo. Las amplias habitaciones separadas por las puertas de madera corredizas con esa especie de tela blanca gruesa, nos hacían sentir como en una de esas películas japonesas tradicionales…
Nos bajamos en la estación Akihabara tras tomar el tren que sale hasta las afueras de Tokio y luego combinamos con la Yamanote line en Ikebukuro. Al salir de la estación atravesamos una de las más importantes zonas de tiendas de electrónica de toda la ciudad. Uno allí entiende por qué Japón se ha convertido en una potencia mundial en conocimiento aplicado a la tecnología y cuál es la razón para ser ésta, una de las sociedades más informatizada del planeta. Pegadito al barrio tecnológico está el Tokio Animé. Como era de esperar, cientos sino miles de tiendas, boutiques, cafés y restaurantes exponen la pasión por los animé y su antecesor el manga, que japoneses de diferentes edades cultivan cada día. El manga y los animé han formado a generaciones enteras de Japoneses desde los años 50. Para aquellos que desconocen por completo de que se trata todo esto les contamos que el manga es el término con el cual se denominan las historietas niponas. Durante décadas, estas historias contadas en papeles dibujados han sido grandes formadores de opinión y han contribuido, incluso, en el cultivo de algunos valores sociales muy característicos de la sociedad Japonesa como lo son el máximo esfuerzo por alcanzar los objetivos. El animé no es otra cosa que el Manga pero animado: dibujitos animados japoneses. Los que crecimos con los Caballeros del Zodíaco, Dragon Ball Z, Sailor Moon y (por supuesto) Los Super Campeones saben de qué les hablo. Tal vez los más veteranos conocen los más recientes éxitos como Pikachú o Naruto. La industria del manga y el animé produjo más de 80 mil millones de Yenes en el 2014 (unos 662 millones de dólares americanos) y si bien se destaca su potencial como medio transmisor de bueno valores sociales, sobre todo en su llegada al público joven, también la expansión del manga y el animé han producido los llamados Otakus. Éstas, son personas que no pasan más tiempo con otras personas, personas principalmente aisladas y centradas en sus aficiones y que no se relacionan lo suficiente con el mundo. Aislamiento, soledad, alienación y exclusión también son productos de esta industria. De todas formas, el Tokio animé no deja de ser semejante espectáculo gratuito, donde en el transcurrir de algunas calles uno se puede encontrar con tan famosos personajes simplemente de compras por el barrio. Les encanta disfrazarse.
Luego de caminar y caminar llegamos al gran Santuario Kanda Myojin. La gran puerta celeste de la entrada nos anunciaba que detrás, el santuario con más de 1270 años de construido, en rojo anaranjado nos estaría esperando. Rodeado de ciudad, al atravesar la entrada uno se mete en una especie de plazoleta, con este templo sintoísta al fondo. Muchas personas de todas las edades, ancianas, hombres jóvenes, un veterano con un burro, estudiantes de uniformes, dos chicos pops y otros más pasaron a hacer sus reverencias dejando unas moneditas. Uno golpea las palmas dos veces antes de unir ambas en el pecho al ofrecer la oración. Un señor de kimono violeta y blanco pasó dando unos saltitos a levantar el tarro "recolector" de la gracia peregrina. En una mesa alejada, otro señor de traje, anotaba lo recaudado en una libretita. El templo tiene sus templos chiquitos alrededor. Con figuras en piedra que esperan cual guardianes desde el período Edo en unos de los lugares en donde hoy en día la tierra ha adquirido mayor valor en todo Tokio.
Calle abajo por la calle de los libros uno disfruta de un placentero paseo, rodeado de una atmosfera en calma, como si la gran ciudad se detuviera entre aquellas callecitas abarrotadas de libros coleccionables. Los japoneses son discreción. Es cierto que tal vez sea Tokio el lugar en Japón en donde sus habitantes estén más acostumbrados a ver turistas perdidos en sus calles, pero lo cierto es que uno no siente la presión de ninguna mirada sobre nuestro andar. De hecho, pareciera como si los que de verdad No sienten fueran ellos, seres inconmovibles que se niegan a siquiera cruzar cualquier tipo de mirada con este ser quasi-blanco que tiene doble línea en sus parpados. Los japoneses parecen no hablar entre ellos. Un relacionarse helado que crea un silencio incluso en aquellos espacios colmados por seres humanos, al menos eso parecen ser. El subte está en silencio. Los restoranes se rajan de callados. Ni en las horas pico, ni en una ciudad tan poblada con 20 millones uno escucha el bullicio de la INTERCOMUNICACIÓN. No hay un "que día tuve hoy eh?", ni un "no nos podemos olvidar del cumple de tu hermana", mucho menos una muestra de afecto que no sea a través del móvil. No verás un beso, ni una caricia. Los abrazos parecen ser sólo para los finales felices de una historia de novelas. Así son. Respetuosos, incapaces de cruzar la vereda por otro lugar que no sea la esquina y sin que el muñequito se pinte de verde. Uno tiene que siempre evitar las despedidas con "bunds" (esa agachadita de saludo típico en donde se dejan las dos piernitas juntitas y firmes inclinándose desde la cintura hacia arriba) ya que uno entra en un círculo vicioso donde ninguna de las dos partes puede detenerse y terminás haciendo como 25 agachaditas con alguien al que simplemente le preguntaste donde era la estación y conversaste con él por no más de 5 segundos.
No vimos el palacio imperial por dentro. Éste abre sólo dos veces al año, 23 de diciembre cumpleaños del emperador, y 1ro de enero. Tampoco vimos sus jardines ya que las flores no trabajan luego de las 17hrs. Igual nos deleitamos con sus muros de piedra, sus puentes, la gigante fosa de agua que rodea al palacio, sus enormes portones y sus frondosos árboles. En la tardecita es muy impresionante ver el contraste entre todos los alrededores del Palacio que te hacen sentir realmente en otra época, y los inmensos modernos edificios iluminados que decoran el paisaje tan solo cruzando una gran avenida.
Cruzando esa calle paseamos por el Foro Internacional de Tokio en donde una muestra fotográfica hacía un reconto de los últimos 60 años de historia del Japón. Fotos impactantes, pero de todas ellas me quedo con esa que mostraba a Shoichi Yokoi, el soldado japonés que en año 72 fue encontrado en las selvas de Filipinas desconociendo que la segunda guerra mundial había terminado y que su país había sido derrotado. El tipo había pasado 28 años sólo en la selva, viviendo en una cueva y siempre a las órdenes del ejército imperial nipón. Dicen que Yokoi luego de una impresionante gira por todos los medios del Japón y tras coronarse como una gran estrella mediática de la tv local, al intentar reanudar (o más bien reconstruir) su vida, se casó y se convirtió en un defensor de la vida austera.
Ante última parada de nuestro intenso día: Edificio Central del Gobierno Administrativo de Tokio. Dese su mirador en el piso 45 uno se pierde entre tantas lucecitas que hacen juntas a una mega ciudad. Tal vez los fueguitos de Galeano han de ser parecidos a tal cosa.
La última estación fue Kabukicho. Esta es la zona roja de Tokio, aunque los japoneses la coloreen de rosado. Coloridos cabarulos muestran fotos de jovencitas bien dotadas y disfrazadas, con sus atuendos de colegialas son el deleite de jóvenes y de otros no tan jóvenes. El placer, la fantasía, el apetito sexual, todo combinado con la cultura manga, muestran una imagen degradante de una sociedad que al parecer pulcra, se despelecha en lo más burdo de su Kabukicho adornado con peluches y mujeres mercancía.
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